Me lo contó el Cirineo. Relato de aquel pasaje de la Pasión del Señor.

Sí. Me lo contó Simón, el de Cirene. Habían cogido a Jesús los jefes de los judíos, que habían convencido a Pilatos para que les dejase disponer de unos cuantos guardias. Querían crucificar al Nazareno a toda costa, pero no me preguntéis por qué, porque no lo sé. Como los romanos tenían completamente dominado al país, sólo ellos podían ejecutar las condenas de muerte. Los jefes de los judíos se las arreglaron para adular a Pilatos diciéndole que aquí el único Rey es el César (hace falta tener cara dura para decir eso ¡ellos!), y que, como Jesús iba haciéndose pasar por Rey de los Judíos, si Pilatos se lo permitía significaba que Pilatos iba contra el César. Así le acorralaron, y Pilatos no tuvo agallas para imponerse.

El caso es que Simón, el de Cirene, que estaba de jornalero trabajando en una granja de las afueras de Jerusalén, volvía para su casa sobre las tres de la tarde. Ya por la mañana, al ir hacia el trabajo, había oído comentar que esa noche habían detenido al tal Jesús de Nazaret, le habían torturado y le habían condenado a muerte. Y además en la cruz, o sea, la condena más tremenda, la que se aplica a los asesinos, a los indeseables.
El cirineo volvía, como digo, de trabajar en la granja. Cuando ya tenía a la vista la Puerta Judiciaria vio a lo lejos mucha gente y oyó voces. Inmediatamente cayó en la cuenta de que sería la comitiva de la ejecución, y pensó en dar media vuelta para evitar ese espectáculo. Entrar a la ciudad por otra puerta y llegar cuanto antes a su casa. No quería contemplar la escena horrible que otras veces había visto: los soldados pegando al condenado, la gente gritando embravecida de odio. A Simón esas cosas le dejaban el alma maltrecha. Prefería llegar cuanto antes a su casa, con su mujer y sus dos hijos, Alejandro y Rufo. Rezó a Dios: le pidió que tuviera misericordia de aquel condenado, que enviase cuanto antes al Mesías, y que le diese a él y a su esposa fuerza para sacar adelante a Alejandro y a Rufo.
Varios de los que iban con Simón por el camino echaron a correr para ver pasar la comitiva. Simón dudó entonces si dar media vuelta o no. Recordó que días antes alguien hablaba de Jesús Nazareno como un hombre bueno, que había curado a muchos enfermos, que hablaba de amor, y que incluso había echado en cara a más de un fariseo muchas cosas, verdades como puños. El caso es que, sin saber por qué, no se dio la vuelta y corrió también hacia la puerta.
Lo que encontró ante sus ojos era indescriptible: Jesús Nazareno estaba en el suelo caído, con la cruz encima. Agotado, lleno de llagas por todas partes: se notaba que en la flagelación los verdugos se habían empleado a fondo. Jesús estaba intentando levantarse, pero entre el peso de la cruz y los golpes que le daban los soldados no podía.
En un brevísimo instante de silencio que se produjo ante un golpe fortísimo, Simón oyó detrás de él el llanto de una mujer. Se dio la vuelta y enseguida comprendió que debía de ser la madre del condenado: estaba sufriendo lo indecible, pero con una expresión de paz y de serenidad indescriptibles. A cada latigazo que se oía, ella cerraba los ojos y se estremecía. La tenía del brazo un chico joven, como de la edad de los hijos de Simón. La tenía cogida con delicadeza, con cariño. Y de vez en cuando la daba un beso. Y estaban con ellos otras mujeres, también llorando.
Como Jesús no podía levantarse, el jefe de la patrulla ordenó que alguien le levantase. Se giró y echó un vistazo como buscando un voluntario. Todos dieron un paso atrás. Simón se quedó de repente solo delante de Jesús. Ambos se miraron a los ojos. ¡Qué mirada! Simón vio, detrás de aquel cabello ensangrentado, unos ojos que le sonreían con amabilidad. Jesús no dijo nada: no podía, no tenía fuerzas.
Y Simón notó la mano fuerte del centurión que le agarraba del brazo diciendo:
- Eh, tú, coge la cruz.
Habiendo mirado a los ojos de Jesús, no le costó ningún trabajo dar el paso. Su corazón había quedado herido: el llanto de la madre, el gesto del chaval que la llevaba del brazo… y los ojos del condenado… ¡qué mirada!
Primero agarró la cruz con un brazo, pero instintivamente le tendió el otro a Jesús, que se agarró a él y se dejó levantar suavemente. Estaba ardiendo: debía de tener mucha fiebre, y temblaba de frío. Cuando sus cabezas estuvieron a la misma altura Simón pudo ver más de cerca los ojos de Jesús, y comprendió que eran iguales que los de su madre. Iguales hasta en el dolor. También iguales en la expresión de paz, de amor.
Simón le dijo:
- Tú eres Jesús, ¿verdad?.
Y Jesús le sonrió. No podía hablar. En ese momento volvió a sonar, fuerte, la voz antipática del centurión:
-¡Andando!
Durante todo el trayecto Simón llevó la cruz detrás de Jesús. A veces Jesús hacía ademán de volver a cogerla, como para liberar a Simón de ese papel desagradable. Pero Simón estaba ya comprometido y no quiso soltarla, y estuvo con Jesús hasta el final.
Y lo vio todo. Y lo oyó todo. Y me lo contó.
Texto cedido por Emilio Sanz.  Extraído del Boletín de la Hermandad de Ntro. Señor de la Penas. Ciudad Real, Cuaresma 2.003.
Nuestro más sentido agradecimiento a Emilio Sanz por habernos cedido este precioso relato para poder incluirlo en nuestro folleto.